Esto se me ocurrío el otro día que estaba caminando por la calle y vi una revista de una historieta que se llamaba "El día en que cambié a mi padre por unos peces de colores". Es un poco largo tal vez, pero leanlo, creo que vale la pena.
Siempre que llego a casa temprano del trabajo me gusta pasar por las mismas calles, por suerte trabajo no muy lejos de donde vivo, pero de todas formas hacer esas 7 cuadras que separan el deber del ocio nunca dejan de sorprenderme. Ya sea por un negocio nuevo o por lo tranquilas que son. Una vez hasta creo haber visto un perro y un gato realizando las más elaboradas piruetas involucrando unos trampolines notoriamente hechos a mano y unas sogas que no podrían haber sido confeccionadas con otra cosa más que con hojas de árbol.
Un día me encontraba caminando muy tranquilo, era otoño, un otoño frio y ventoso que me obligaba a llevar una bufanda que me tejió mi abuela (hasta después de lavada se le puede oler la naftalina), y las manos cuidadosamente guarecidas en los bolsillos; cuando de repente me tropecé con una viga de lo que aparentaba ser una construcción, un pequeño localcito ni siquiera pintado con dos personas charlando fervorosamente dentro. Justamente por tener las manos en los bolsillos no tuve nada que amortiguara mi caida y me di de lleno contra los pedazos de baldoza que sobresalían en la calle. Avergonzado y furioso con quien fuera que haya puesto esa viga en mi camino me levanté presuroso cuando vi que ambos hombres se dirigían hacia mi, uno, un bigotudo desagradable siguió de largo y ni se inmutó al ver que yo tenía un poco de sangre justo arriba del ojo, el otro, un viejito canoso que no debía ser tan viejito se me acercó y me preguntó cómo estaba. Me dijo que lamentaba mucho lo que me había pasado, que justamente él estaba discutiendo con el constructor bigotudo y que esa viga estaba justamente ahí porque aquel hombre se rehusaba a terminar refaccionar y pintar el local que abriría pronto. Me invitó una taza de café y si por favor no dejaba que me limpiara la herida.
La cuestión es que al pasar los días y las subsecuentes caminatas por mis calles preferidas siempre pasaba por el local inconcluso del viejito no tan viejo y siempre lo veía en las mismas condiciones no terminadas. Un día realmente sentí pena por el hombre, quién sabe cuánta plata estará perdiendo por no poder abrir su local, así que me ofrecí muy barato. Le dije que si él quería yo podía terminar las obras de construcción y ayudarlo a pintar y a ubicar todo lo que tuviera que ubicar. Ah, por cierto, me olvidé de decir qué negocio tenía el hombre: una tienda de mascotas.
Después de unas pocas semanas de arduo trabajo, más que nada por las noches, llegué a conocer mucho de este hombre, su pasado, su desafortunada relación con una mujer húngara que terminó por quitarle todo y dejarlo en la calle obligado a mendigar, su vuelta a los negocios a través de un muy acertado viaje a Brasil donde conoció a quien sería su socio por los próximos treinta años en el negocio de compra y venta de electrodomésticos, finalmente conoció a una señora un verano de la cual se enamoró y terminó viniendo a vivir acá a la Argentina para no separarse de ella. Es muy raro como el viejito no tan viejo vivió tantos años y me contó tantas historias pero solamente aparentaba de cuarenta, a lo sumo cincuenta.
Una noche mientras limpiaba encontré al fondo del local una caja. Una caja con un trapo arriba que me llamó muchísimo la atención. No debía haber sido muy grande, aproximadamente del tamaño de una pecera, pero brillaba. Brillaba intensamente a pesar del paño que tenía encima. Mi curiosidad me venció y a lo primero que atiné fue a remover el trapo y ver lo que había dentro. Quedé fascinado. No podía creer cuan hermoso era lo que veía por más que lo tuviera en frente mio. Era, efectivamente, una pecera. Una pecera de agua negra, completamente negra, a tal punto en donde ya no parecía ser agua, parecía ser algo más... algo distinto. Y dentro del agua negra: tres pececillos de colores. Rojo. Verde. Amarillo. Los tres peces bailaban dentro del agua negra en un espectáculo de colores y estelas, se movían lentamente como si el líquido fuera más denso, como si estuvieran tratando de hipnotizarlo a uno. Formaban figuras, se mezclaban, a veces incluso hasta cambiaban ellos mismos de intensidad y color.
Me quedé viendo a los peces por horas hasta que se hizo de día y llegó el viejo. Me reprimió duramente, me dijo que esa caja era de contenido privado y que no tendría que haberme escabullido para robarsela, yo le dije que nunca fue mi intención robar nada, sino que simplemente me agarró curiosidad. De más está decir que fue en vano, el viejo se enojó más allá de toda razón y tras una discusión muy fuerte me dijo que no volviera pasar más por su tienda.
Al pasar los días empecé a ver a estos peces por todas partes, empecé a soñar despierto con ellos, a escucharlos cantar cada vez que pasaba por la vereda de enfrente a la tienda, los dibujaba sin darme cuenta, tres luces. Una verde. Una roja. Una amarilla. Y la negrura que los envolvía. Siempre presente esa negrura. A veces me asustaba, no era agua con alguna sustancia que le daba ese color, no. Era otra cosa. Pero los pececillos estaban ahí, e iluminaban. Y te hacían olvidar, concentrarse solamente en ellos, en su perfección.
La deseperación me ganaba, necesitaba verlos y para colmo el viejo no los ponía en exhibición, los tenía guardados para él. Si, seguro que si. Los miraba todas las noches probablemente, los tocaba, de alguna manera se armaba de coraje para meter la mano en lo negro y sentir los peces. Si tanto me provocó verlos, ¡imaginensé lo que sería tocarlos! Tenía que tenerlos... no podía seguir viviendo así.
Era de noche aquella vez. Yo estaba decidido, no podía pasar un minuto más sin ver esos peces de nuevo, mi vida había perdido sentido, me estaba consumiendo por dentro. Así que tomé la determinación de ir a la tienda del viejo, todavía tenía una llave que me había dado de cuando trabajaba con él, así que si tenía suerte podría meterme fácilmente y verlos, tan solo verlos una vez más.
Me dirigí sigilosamente por las mismas cuadras que siempre hacía, pero esta vez no eran tranquilas e interesantes, esta vez eran desoladas, tenebrosas, cada metro que avanzaba era una tortura entre el ruido del viento y la sensación de que alguien me estaba siguiendo, alguien me estaba viendo y sabía lo que yo tenía pensado hacer y se reía de mi.
Tardé lo que me pareció una eternidad en caminar esas cuadras, entre el frio que me envolvió y el sudor que no dejaba de abrazarme hasta que los oí. Oí a los peces cantar. Cantaban para mi, cantaban para que no tuviera miedo, para que los fuera a rescatar de aquel sucio hombre que los tenía secuestrados de mi, y me dieron fuerza. Apresuré la marcha y llegué a la puerta.
Introducí la llave con un notorio nerviosismo siempre teniendo en mi cabeza el canto de los peces.
Giré.
Click.
Abrió.
Ni bien entré a la tienda me sorprendi al ver que todos, completamente todos los animales estaban dormidos, más que dormidos, estaban anestesiados. Ni se inmutaron cuando yo entré, mucho menos cuando pasé de largo a la habitación del fondo. Y ahí estaban, esta vez sin el trapo que los cubriera. Los admiré y los escuché danzar. Pero nunca me olvidé de mi objetivo, mirarlos ya no me alcanzaría, tenía que llevármelos. Era la única manera de estar en paz. Agarré unas sogas que estaban atrás y empecé a atarlas al rededor de la pecera para formar unas manijas. Cuando terminé y lo levanté quedé pasmado. La pecera llena de líquido negro junto con los tres peces, rojo, amarillo y verde, no pesaban absolutamente nada.
Una vez tapda la pecera me di vuelta para irme cuando escuché la voz del viejo, "quedate quieto y dejalos en el piso" me dijo. Sabía que estaba cerca mio, podía ver su sombra encimada a la mia y la habitación no era muy grande. Lentamente fui poniendo los peces en el piso y me di vuelta. Lo miré a los ojos y me quebré. Me puse a llorar y me cai. Con las manos me tapaba la cara mientras sentía que el viejo me miraba. Se me fue acercando, entre sollozos no lo pude escuchar bien, pero logré entender "despreocupate" y "no te pongás mal che, sé lo que pueden hacer estos bichos". Se paró al lado mio y me puso la mano en el hombro, yo lo agarré en un movimiento rápido y lo tiré de boca al suelo, agarré unas tijeras que había traido y se las clavé en la nuca, cuando escuché el grito del viejo sentí otra cosa más. Sentí que los peces me miraban, nadaban de un lado a otro, me alentaban. Y clavé de nuevo, esta vez debajo del hombro, y de nuevo, en la cintura. Y ahí lo di vuelta y seguí clavándolo con las tiejras, no podía parar, no era yo. Eran los peces. Cuando terminé, cuando me calmé, tiré las tijeras a un lado y miré al viejo, ¿qué había hecho? Miré de nuevo a los peces. Juro por dios que los tres tenían una sonrisa de oreja a oreja.
Agarré todas las cosas prontamente, las tijeras me las acomodé en el bolsillo trasero del pantalón y arrastré el cuerpo del viejo a un baño que había atrás, lo maniaté y empecé a tirar todas las jaulas y a desordenar todo para que pareciera un asalto. Los animales reaccionaron todos de golpe y el ruido era insoportable. Agarré la pecera y me fui cuanto antes. Mientras corría para casa el canto de los peces me tranquilizaba muy poco, porque ya no era canto... era más bien... risa, carcajadas. Sentía como si se burlaran de mi, pero sabía que no, eran tres luces en la oscuridad. Roja. Verde. Amarilla.
Cuando llegué a casa los dejé sobre la mesa, fui al baño y vomité. Empecé a lavarme frenéticamente las manos con el cepillo de dientes hasta que empezaron a sangrar. Me tiré en la bañadera y me quedé dormido casi instantaneamente.
Cuando me levanté me dolían todos los huesos y un súbito escalofrío me recorrió todo el cuerpo al acordarme de la noche anterior. Salí de la tina y me dirigí al comedor para buscar un poco de alivio. Cuando llegué, no podía creer lo que veía. La pecera con agua negra y los tres peces, rojo, verde, amarillo ya no era más. En su lugar había una pecera común con agua transparente y tres pecesillos dorados. Los tres estaban flotando en el agua, inánimes, muertos.
Me quedé estático, empecé a reir, a llorar, a gritar, rompí todo lo que podía ser arrojado contra la pared. Todavía los escuchaba. Pero esta vez no era a los peces que escuchaba, sino a lo negro. Lo negro se reía de mi, disfrutaba viendomé. Cada vez más fuerte, se reía dentro mio, a mi alrededor. Todo se iba oscureciendo. Corrí hacia mi habitación y lo primero que vi fue la ventana abierta. No lo pensé dos veces y eufórico salté.
Lo último que vi antes de sentir el abrazo del pavimento fueron los tres peces, rojo, verde y amarillo saludándome desde el suelo.
15/05/07